No mataras a tu jefe
Otra vez esa puta
sala de reuniones. En lo que iba del mes ya lo habían llamado 3 veces y nunca
para escuchar buenas noticias. Notaba en su mirada el tono de la comunicación y
sabia solo por sus gestos que lo que le iba a decir no era nada bueno. Solía
acercarse por un costado cuando estaba en plena concentración y sin mirarlo a
los ojos le pedía que se acercara a la oficina. Como si esquivar la mirada
hiciera más fácil lo que iba a decir. Casi como si no se hiciera cargo de nada.
Claro que en realidad se trataba de una sala de reuniones común y corriente
pero que ya prácticamente se había convertido en la oficina de un jefe déspota
y autoritario. Despegarse de la silla y recorrer los diez o doce metros hasta
la sala parecía ser la tarea más difícil de todas. Como si se tratara del
corredor de la muerte donde los presos pasan antes de llegar a la cámara de inyección
letal, iba caminando con la cabeza agachada, los hombros caídos y desganado.
Los valores de la compañía estampados por todas las paredes le hacían pensar en
la paradoja del asunto. Estaban tan a la vista y a la vez tan ausentes,
obsoletos. Se iba acercando a la puerta y podía ver como sus compañeros lo
miraban pasar. Todos sabían a donde se dirigía y cada uno se hacia una película
distinta sobre el porqué. Cruzó la puerta convencido de que su única opción era
sentarse en esa silla y escuchar las palabras de su jefe sin objetar. Conocía
todo el mecanismo de memoria. Primero le iban a hablar de sus fortalezas. Es el
típico recurso básico de la psicología empresarial para que el empleado no se
sienta atacado. Como si uno no fuese lo suficientemente inteligente para darse
cuenta o fuese incapaz de percibir la falsedad del interlocutor que con la
palabra dice una cosa pero con el cuerpo dice otra. "La calidad y la
eficiencia de su trabajo han sido impecables este mes" dijo. Y aun así no
lo miraba a los ojos. Acto seguido dijo la palabra mágica "pero". Automáticamente
su cerebro invalido todo lo que había dicho anteriormente. Un mecanismo tan automático
que inclusive llego a preguntarse si le estaban diciendo que su trabajo no era
para nada bueno. Salía de cada reunión pensando como podía hacer para mejorar y
así evitarse esas tediosas reuniones. Había desarrollado una increíble
capacidad para anular el oído. Veía como se movían sus labios pero en su mente
se rodaba una película de terror en la que el imbécil sufría las peores
desgracias. La fantasía del dolor ajeno aliviaba su deseo de venganza. La ira
misma corría por sus venas y ya se estaba cansando de elegir cuidadosamente sus
palabras para poder interactuar. La presión era tal que estaba llegando al
borde de la locura. No fue sino hasta que entendió lo desgraciado que era aquel
hombre que pudo dormir tranquilo. La sed de poder, la presión, el ego, la auto
exigencia, lo habían convertido en una persona ciega. El trabajo formaba parte
de su identidad y su vida se había vuelto patética. Un pobre tipo sin amigos
que dedicaba cada hora de su día a ser una estrella sin darse cuenta que el
cielo es tan amplio que él solo representaba un destello de entre tantos otros.
Su última pareja lo había dejado por su constante ausencia. Su familia lo veía
por compromiso en reuniones familiares multitudinarias y ya estaba cansado de
escuchar sus maravillosos logros laborales. Qué sentido tenía desearle el mal a
una persona así? Nadie patearía la muleta de un paralitico y esto no era nada
diferente. Sus veinte minutos de angustia dentro de esa puta salita de
reuniones no se compararían con una vida amargada y vacía como la que tenía ese
pobre imbécil. Casi llegaba a sentir compasión pero no. No se la merecía.
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