El pianista

En la quietud de ese enorme salón estaba el pianista sentado en su banqueta preferida, de Madera oscura y cuero negro. Un hombre alto y flaco con su mejor esmoquin de gala. Las manos parecían flotar sobre el teclado a la espera del momento justo para hacer sonar todas y cada una de esas teclas. Sus dedos largos y blancos parecían alborotarse. El público aguardaba la magia del sonido en un silencio perfecto. Casi como si estuviesen apagados.  La intensidad de la luz fue desapareciendo y el sonido empezó a brotar de la caja majestuosa. Los oyentes se encendían a la medida que el pianista insistía con cada tecla mas y mas fuerte.  Estaba interpretando la mejor pieza, la que mejor sabía, la que más le gustaba y la que más apasionaba al auditorio. El sonido aumentaba cada vez más y mis gritos se escuchaban cada vez menos. Mi voz desesperada quedo silenciada por esa secuencia de notas maravillosas y los alaridos de auxilio quedaron opacados por un elixir musical delirante. “Deja en paz esas teclas” grite. Cada golpe martillaba directamente en mi corazón y el hombre estaba extasiado y en el mejor momento de la partitura. Fui cautivado por su belleza y su talento hasta quedar obnubilado. El dolor y el placer se entrelazaban de una manera extraña. Cada golpe resultaba mas duro pero seguía siendo el único capaz de tocarme y hacer sonar una música tan maravillosa y delicada. No recuerdo cuando desapareció el auditorio y los gritos se convirtieron en gemidos.

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